Calle Infierno

Robinson Peña

 

 

Por: Robinson Peña Carvajal

Hoy uso botas, pero me gustan las cotizas.

Las cotizas tienen la memoria de un pueblo que abrió caminos a pie descalzo, testeando la tierra con el dedo gordo y sintiendo el viento en el empeine. Siempre he creído que quienes usan cotizas no temen, son corajudos.

No hay miedo cuando se usa alpargatas, la serpiente guía el camino, el cayeno captura la luz, el cacao provee el alimento, la lejanía es camino, la soledad es un laboratorio creador. Whitman decía “Me levanto dándole la cara al sol para que las sombras siempre estén atrás”. Así me siento cuándo uso cotizas, pura fuerza encarada al brillo.

En mi pueblo ya no se venden. Solamente en la esquina oriental de la iglesia se pueden conseguir. Es una vieja calle, parecida a la “calle mugre” donde vivía Gonzalo Arango. Es la calle del infierno. Tiene su propia funeraria, costurera, cafetería, comidas rápidas, electricista, arreglos de TV, casa consistorial, marihuanero legendario, y como no puede faltar ahora, oficina de arquitectos intoxicados de modernidad. Justo en el ángulo recto está la vieja tienda de la familia Niño. Cuando yo era niño mi mama me mandaba a comprar el pan donde los Niño para revenderlo en la pequeña tienda rural que teníamos en la casa. Pan de 50 empacado en caja de cartón.


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La casa es el segundo Útero dicen los fenomenólogos, diría que el pueblo es el tercero. Allí nos terminamos de incubar.  Mi infancia tuvo como recipiente una casa humilde pero limpia como templo. Se aferro al deseo de vivir afincada al lado del camino por el que subieron los ancestros cargando la necesidad de lugar. Se Vistió de templo, taller y hogar.  Prístina, tranquila y campesina, la casa vive a pesar de los hombres.

Ahora, la vereda cafetera es barrio. El pueblo, ahora es ciudad de centro y periferia. La casa orgánica tejida en red se convirtió en margen, por obra y gracia del capital. El pueblo variopinto y acogedor, mutó en bestia kafkiana de la gran urbe. ¿Quién ha secuestrado nuestro vientre? ¿de quienes es la lucha por recobrarlo?

Además de Pan, la tienda de los Niño era una despensa abigarrada, espejo de pueblo y casa. Machetes, licores, vestidos, tabacos, velas, sardinas, cervezas, pescado salado, y mil cosas más, que alimentaban las necesidades de los llegaban en burro y cotizas a abastecerse para vivir y trascender.  La tienda ahora es una cantina, pero aún vende cotizas. Así como el pueblo, la tienda resiste a los vientos de urbanización que la quieren convertir el Oxxo, Dollar City o indiferente maquila multinacional. Mi pueblo ahora es un apéndice maquilar de la ciudad. Reconstruye identidades rotas por el paradigma urbano industrial.

La Calle del Infierno en La Mesa Cundinamarca

Ahora que intento vivir en el campo, sentí la pulsión de usar cotizas, tal vez para memorar la fuerza de los ancestros que lucharon y recordé la vieja tienda donde compraba el pan de mi madre. Parqueé el carro frente a la casa de “Pate Loro”, admiré su arte de sujeto marginal, sonaba highway to hell de AC/DC retumbando en las paredes de tierra, caminé en trance de Nostalgia. La calle huele a carbonera, el antiguo empedrado se curte en grieta de hormigón. La tienda apesta a peche y cuncho de cerveza. Dentro, tres ancianos gastan en póker el subsidio de la tercera edad y se regocijan en las historias de juventud, tejidas en las calles ajedrezadas de la meseta. Ellos son los ancestros pensé, también en metamorfosis. Vi atisbos de libertad en sus palabras, les importa un culo la palabra, lo que vale es la acción. Accionar la memoria. Herborizar la subjetividad con el olor de los ocobos, Cámbulos y Samanes que nos observan desde adentro y sostienen el talud ante el abismo.

En la parte alta del mustio mostrador, clavadas en la pared trasera de la tienda se exhiben los nuevos modelos. Alpargatas coloridas, mandalicas, nueva era y neo hippies.  Atendiendo a los deseos de los nuevos hombres. Yo no soy un hombre nuevo, pero, me refundo a cada rato.

– Véndame las cotizas verdes en tallas 42, ¿Me las puedo probar?
– No, está prohibido porque les pegan la pecueca.
– Me quede sin argumento.  Me las llevo a ojo ciego.  ¿Cuánto cuestan?
– $12.000.
– ¿Las deja en 10?
– Llévelas porque eso ya casi no se vende.

De regreso al carro pensé, qué fácil que se puede negociar la memoria de un pueblo. Tan pronto toqué la tierra de mi emergente nido, desenfundé las cotizas nuevas y las probé. Son tan pequeñas que el talón queda afuera, ni para chancletas me han de servir. Lo lamenté un segundo y luego las acomodé en el pasillo de entrada. Decidí olvidarlas.

Ahora que una mezcla de ortiga y cayeno pueblan mi habitación con su presencia, las cotizas se acomodan a sus pies. Tal vez la pulsión que me movió de camino hacia a la vieja tienda, también creaba la antesala para la llegada de otros pasos. Entendí que lo único que puede salvar el pueblo, la casa y tienda, es el amor. Amor por sí mismo, la montaña, la mujer, el infante, la quebrada, el rio, el gavilán, el guatín, la niebla. El amor es la única forma de lucha viable frente al capital y la urbanización ya permite sacralizar la vida y memoria de lo que somos en la masmedula del cambio.


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1 comentario en “Calle Infierno”

  1. Claudia Liliana Franco Ospina

    Este escrito trajo a mi memoria el olor a tierra, bareque y humo salido de la cocina de mi abuela, al olor fresco de los panes de 50, las luciérnagas en la noche, las dormilonas que llenaban los caminos y que nos encantaba a los niños tocar… Simplemente Gracias por hacernos recordar

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